Muchos, también, miraban con pánico unos palacios del consumo que amenazaban con arrebatarles su identidad, su estilo de vida y hasta la pasión de sus mujeres. Muchos consideraban que esas tiendas y formas de relacionarse ayudaban a cohesionar la sociedad; que suponían un estilo de vida que había que preservar; que ofrecían un servicio más humano y personalizado frente a los modelos masivos que empezaban a imponerse; y que, además, encarnaban las virtudes de lo nacional y local ante los vientos y las modas multinacionales. Con certeza, lo más estimulante para los clientes eran la diversidad de los productos y los precios que proporcionaban aquellos nuevos modelos de negocio. El movimiento, dada la envergadura de las instalaciones y el volumen de gente, dejaba mucho menos espacio que las tiendas de barrio para conocer a los clientes. A los padres y madres tradicionales les asustaba la creciente autonomía de unas hijas que, en un espacio donde había varones desconocidos, pasaban la tarde sin compañía, compraban vestidos y se endeudaban con la misma madurez o inmadurez que los hombres, pero sin inmediata autorización masculina, y que, además, podían ganar su propio dinero trabajando como dependientas.
Más allá de la oferta, lo nuevo consistía en que las mujeres, cuando iban a los grandes almacenes, podían quedarse, por fin, solas o con amigas fuera de sus casas y de la atenta vigilancia de padres y maridos. A los padres y maridos les daba escalofríos un ambiente extraordinario y emocionante que, si les tentaba a ellos, cómo no iba a tentar a sus hijas y esposas, unas hijas y esposas a las que, por mucho que las quisieran, no podían dejar de ver como menores de edad y víctimas de las pasiones animales de los depredadores masculinos. Y útiles. Y a muchas de sus esposas les encantaban. Se desconfiaba de su sensatez por el mismo motivo que se les había negado el voto durante siglos. Los vigilantes no tenían el menor pudor en acompañar a la calle a aquellos caballeros y damas que se dedicasen a mirar sin consumir nada durante toda la tarde.
Ni siquiera se recomendaba que caminasen solas por la calle sin compañía. Así hasta que tuvieran dinero otra vez y sintiesen la ilusión, y la necesidad, camiseta entrenamiento liverpool de caer en la tentación. No podían sacar legalmente dinero del banco sin la autorización de sus maridos. Aristide Boucicaut se incorporó como socio en 1852 y la revolucionó con una agresiva campaña publicitaria y con la imposición de precios fijos (se acabaron los regateos), permitiendo, además, la devolución del dinero y de los bienes defectuosos. Aquellos palacios de las compras no eran el cielo en la tierra; eran las puertas del infierno. Dicho esto, ellas no eran las únicas explotadas, según el escritor francés. Una gran tienda podía ser, según un empresario de Boston, camisetas futbol como “un paraíso sin Adán”. Así, Émile Zola, siempre atento a los fenómenos de su tiempo, se convirtió en uno de los grandes exponentes de la literatura (de pesadilla) de los grandes almacenes con su novela El paraíso de las damas (1883). Tenía sentido que le llamasen la atención: la prensa publicaba, con recurrencia, sobre los robos que se producían en aquellos templos del consumo, la presunta presencia de prostitutas como cebo para los hombres y la contratación de dependientes guapos, solteros y seductores que incitaban a las clientas a comprar -y quién sabe si a algo más- con su labia calenturienta.
En El paraíso de las damas, Zola establece una relación directa entre la explotación de los obreros en la fábrica y la explotación de las mujeres en las tiendas inmensas. El sexo y la explotación del placer, sí. En paralelo, el modelo basado en los precios fijos o las nuevas técnicas de venta y atención al cliente, con descuentos y devoluciones sin coste, reconfiguraron la cultura del pequeño comercio. El naciente miedo al consumismo, muy ligado a la pujanza de los grandes almacenes, también estaba relacionado con la sospecha paternalista de que las nuevas clases medias no sabrían consumir. Mientras filósofos, literatos y periodistas escribían a veces durísimas críticas sobre esos espacios de perdición, alienación y consumismo, ellos mismos daban la bienvenida en sus vidas, sus salones y sus armarios a los productos de Le Bon Marché o Harrods. Pintura de 1909 que muestra a londinenses de clase alta frente a Harrods.
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